miércoles, 29 de abril de 2009

Poema 30 de "Ciudad iluminada"

30

I

El rugido de fondo ha fundamentado nuestras vidas: es inútil soñar con una despedida diferente, o con un amanecer que no tenga ese llanto histé-rico y eterno que acaba por confundirse con la propia existencia. No somos prisioneros de unos metros de papel pintado, ni la tristeza de nuestra sangre es sólo atribuible a las constantes de un barrio de los años sesenta. Pero todo acaba por confundirse, por mezclarse, y al abrir el álbum de fotos que es el documento que certifica los años que hemos vivido, y nuestra realidad, descubrimos ahí también el sonido profundo y agobiado de la gran autopista. Es mejor no pensar en ello, no pen-sar en lo que hubiera podido ser nuestra vida en una dulce pradera, con el descanso de la noche y el murmullo de un río acompañando nuestras existen-cias. Somos así. Ni la carne ni el corazón eligen su destino; apenas sí les es dado elegir un perfume, o el color de los metros de papel pintado en el que envolverán su espíritu. Tal vez haya otras almas más potentes.

II

Comemos frente a frente, pero hay un abismo doméstico entre nosotros. Tantos años caminando juntos no ha hecho nada más fácil, trabajar mano a mano no nos hace más fácil nuestra compañía. Y es que somos hombres los dos, y descaradamente, el uno por la calva voraz y el otro por las fieras mandíbulas, el uno por la panza explosiva y el otro por la testosterona que le afila los músculos, los huesos, le endurece la nuez en la garganta.

Comemos frente a frente en un humilde bar. Los edificios son enormes en este barrio, son inmensas colmenas, la circunvalación murmura como un mar, eterna como un mar, pero en tono de angustia y obsesión. Comemos frente a frente, uno es hijo del otro y por eso tal vez nos hemos de guardar la secreta distancia del pudor. Comemos frente a frente, y comentamos, conforme van surgiendo, los pequeños detalles de nuestro trabajo.

III

Me mira con interés, pero es una anciana total-mente decrépita. Vieja verde, quizás. Comerá sola. En la ventana. En la ventana tan luminosa que el camarero no me ha dejado escoger. Vieja verde, quizás, por cómo me ha mirado. No la vuelvo a mirar. Algo le queda debiendo la vida, algo le ha faltado conseguir, y sabe que ya es tarde. Ya todo está perdido. Vieja verde y musgosa, no creo que tenga dientes propios. Debe ser cliente habitual, porque el camarero la está llamando guapa cada vez que se dirige a ella. Clientes habituales deben ser los de este bar, como la pareja de viejos de la otra ventana. A mí, que no me conocen, me han invitado a sentarme frente a la viga del centro, y yo he cambiado de silla para disfrutar, aunque sea de reojo, de la luz tan hermosa del mediodía.

El camarero me ofrece su menú con la desfachatez entera de su voz. Dispara cada sílaba como si quisiera clavármelas en el oído, y temo recibir su superávit de saliva en mis mejillas afeitadas. Escojo mi pitanza y espero sintiéndome en la gloria, con la bendición de esa luz iluminando este pequeño universo tan tosco y tan sabroso. He sido tratado de chaval, y tengo treinta y cinco.

El otro camarero debe ser el jefe. Más enérgico aún que el que me atiende, y aún más invasivo. Señal de identidad de la casa, supongo. Ha recitado su menú con la marcialidad de un teniente a los recién llegados, y luego ha puesto su mano sobre mi hombro y me ha acercado su aliento para pregun-tarme por el segundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cada vez que leo algo tuyo me gustas más.
Batis