I
Ni una selva, ni un mar, ni un latido
de pájaros,
ni un rostro certero, ni una sombra en
la niebla,
ni la edad perdida de los astros, ni el
tierno calor de las encías,
ni el beso húmedo, celeste, que corona
los templos de perdón.
Ni las tormentas de fiebre, ni el
invierno marrón guardado en botes,
ni el cerebro usado de los testigos,
no quedará nada que te entregue un
papel, ni una cinta de niebla llegará,
ni siquiera un silencio con los
párpados húmedos.
La noche, su ambición de siglos contra
un mundo tan firme,
el fondo del mar, la tristeza, el
dolor, lo envejecido del tiempo,
reinarán como un ciego en un incendio,
morderán la ternura, el corazón de la
selva,
roerán como sueños todo centro de
alma.
Por eso estoy aquí camuflado entre
hogueras,
por eso me teme el corazón,
con esa velocidad suya que tanto
perjudica,
por eso es largo el mar, la costa y la
mañana.
Por eso estoy aún dolorido de piedras,
y busco en mis cajones algo que haya
olvidado:
una llave, un secreto entre los
juguetes
que quedan del ayer y las ropas que
aguardan el mañana.
Y sé que nada encontraré entre
desechos de feria,
ni una selva, ni un mar, ni un latido
de pájaros,
y no podré beber, ni lloraré,
ni encontraré por la tierra un milagro
olvidado.