jueves, 27 de junio de 2013

El primer poema de mi primer libro, El horizonte de la noche. Ligeramente corregido 20 años después.

I


Ni una selva, ni un mar, ni un latido de pájaros,
ni un rostro certero, ni una sombra en la niebla,
ni la edad perdida de los astros, ni el tierno calor de las encías,
ni el beso húmedo, celeste, que corona los templos de perdón.

Ni las tormentas de fiebre, ni el invierno marrón guardado en botes,
ni el cerebro usado de los testigos,
no quedará nada que te entregue un papel, ni una cinta de niebla llegará,
ni siquiera un silencio con los párpados húmedos.

La noche, su ambición de siglos contra un mundo tan firme,
el fondo del mar, la tristeza, el dolor, lo envejecido del tiempo,
reinarán como un ciego en un incendio,
morderán la ternura, el corazón de la selva,
roerán como sueños todo centro de alma.

Por eso estoy aquí camuflado entre hogueras,
por eso me teme el corazón,
con esa velocidad suya que tanto perjudica,
por eso es largo el mar, la costa y la mañana.

Por eso estoy aún dolorido de piedras,
y busco en mis cajones algo que haya olvidado:
una llave, un secreto entre los juguetes
que quedan del ayer y las ropas que aguardan el mañana.

Y sé que nada encontraré entre desechos de feria,
ni una selva, ni un mar, ni un latido de pájaros,
y no podré beber, ni lloraré,
ni encontraré por la tierra un milagro olvidado.